13/V/1998
Un precipicio se abría ante mí.
Un solo paso más seria caer en el abismo.
Solo tenías unos segundos para decidir qué hacer: O seguir aguantando la tormenta que cae y seguirá cayendo sobre ti, o dejarte sucumbir y precipitarte hacía ese pozo sin fondo en el que esperas encontrar la paz, no la felicidad, que necesitas.
¡Salta!
La voz en tu cabeza ha sonado clara y tu le haces caso, das ese paso y comienzas a caer.
A medida que caes te empieza a embargar una sensación de tranquilidad y descanso que nunca habías sentido. Por primera vez sabes que es lo que te va a suceder, final trágico pero sabes cual es el final.
Los segundos parecen horas y la caída no termina pero te da igual, estas tranquilo, o no...
De repente se te ocurre mirar hacía arriba, ves el lugar que acabas de dejar y... ¡Dios mío! Allí están todos, tu familia, tus amigos, todos los seres queridos... ¡Es ella! Hasta ella ha venido y te grita que no lo hagas.
Ya es tarde, tú sabías que después del salto no habría vuelta atrás. Se acabó la tranquilidad, querrías volver atrás, rebobinar tu vida pero... No puedes.
Buscas un lugar donde agarrarte.
No encuentras nada.
¿Qué hacer? Vuelves a mirar hacia arriba, allí están todos los que de una manera u otra te obligaron a saltar que ahora te piden que no lo hagas.
¿Por qué no aparecieron antes? Unos segundos habrían bastado para salvarte.
No hay salida.
Solo hay un camino.
Te abandonas.
Te dejas caer y esperas que llegue el final.
Tu último pensamiento...
Ella.
