Recuerdo vagamente aquella mañana de septiembre en la que salí de mi casa.
Cerré tras de mi la puerta con algo de incertidumbre pero extrañamente tranquilo para alguien al que la tensión había acompañado en los últimos meses tan dentro, tan fuerte, tan dura, que necesitaba dejarla salir con dolorosas arcadas de su cuerpo.
Mi mirada fija en el ahora más inmediato que se me venía encima ocupaba por completo mi cerebro sin dejar el mínimo resquicio ni neurona libre para pensar en un mañana que dudaba se produciría.
Y aquí estoy bastantes más meses después de lo que me imaginaba...
Nunca puse fecha de caducidad de la vuelta a la inmadurez de la almohada de Disney y los posters de "Sensación de vivir".
No me preocupé en demasía de volver a la normalidad
Me centré en nada.
No pensé más allá que la próxima respiración a la siguiente respiración sin perder mucho tiempo en planificar movimientos ni estrategias existenciales basadas en supuestos de incertidumbre.
Hice bien...
Sin planes vanos no hay decepciones cuánticas.
Y fui aprendiendo con el paso de los días a lidiar con el hoy impaciente más que sufrir por un mañana volátil.
Aprendí con calma a desaprender toda la teoría confusa que había estado elucubrando torpemente a lo largo de años plenos de egocentrismo e intransigencia.
Simplifiqué las ecuaciones de mi cabeza para no alargar incertidumbres.
Cambié sin consciencia el plan de vuelo que tenía marcado.
Comprendí completamente que si corres tienes más posibilidades de tropezar que avanzando paso a paso.
Ahora apuro los segundos que marcan las agujas de mi reloj interior sin anhelar minutos venideros...
No se...
No puedo predecir ese instante por vivir que se engarza al instante que vivo ni controlar su magnitud dentro del compendio de instantes que forman o formaran mi libro de instantáneas, solo puedo afrontarlo con la mejor de las actitudes y no rendirme...
Solo puedo vivir acariciando soles y amainando tempestades.
